Llevo días reflexionando sobre una idea sencilla pero poderosa. Cuando salimos a aplaudir al balcón o la ventana, todas las tardes sin excepción a las ocho en punto, mientras nos cruzamos las miradas con los vecinos, que nos resultan cada vez menos extraños, y poco a poco nuestros aplausos se sincronizan en una masa de sonido uniforme, pienso que hasta la persona más desentrañada, al menos durante unos instantes, debe sentirse parte de algo muy grande.
Esa sensación de euforia, entre el orgullo de pertenencia y el éxtasis de una comunión multitudinaria, por efímera que sea, se ha convertido en un breve refugio de felicidad colectiva, una conquista temporal que tiene aún más significado en medio de unos días que, por lo demás, están siendo ingratos para la mayoría o, en demasiadas ocasiones, completamente dramáticos.
Una comunidad es un conjunto de personas que comparten una visión y, en un estadio superior, un mismo destino. Nunca antes habíamos experimentado con tanta intensidad nuestros lazos sociales, nunca antes nos sentimos tan identificados con el otro. Jamás conjugamos tanto la primera persona del plural: Nosotros. Un nosotros que nos arropa maternalmente y nos protege frente a nuestro miedo más íntimo, la misma pesadilla que nos visita cada noche justo antes de dormir: que al final de toda esa competición descarnada contra uno mismo, en la que algunos han convertido la vida, no haya nada. El nosotros es la mejor vacuna contra la sociedad del vacío. Cada aplauso socava poco a poco la hegemonía del espíritu individualista de nuestra época.
Imprimimos tanta velocidad a las cosas que habíamos olvidado que somos cuerpos. Pero no esos templos atalayados de uno mismo, tonificados y bronceados, eternamente jóvenes y listos para un likeit, sino organismos vulnerables interconectados a través de complejos e interdependientes ecosistemas que unen nuestra suerte a la de los demás, como nodos y enlaces de una enorme red de la que, cada uno somos parte constituyente de la totalidad, con un nivel de integración e igualdad que supera la más avanzada de las democracias liberales y desborda los contratos sociales contemporáneos.
Había una patria durmiente en nuestro sistema inmunitario colectivo, una Constitución escrita en nuestras cadenas de ADN, un himno generacional en la respiración ahogada de cada ciudadano que lucha contra la neumonía.
Cuando estalló la pandemia estaba a punto de publicar un libro sobre ecosistemas de creatividad e innovación abierta, por encargo de la SEGIB para la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, en la que ponía algunos ejemplos de conectividad, como los virus o los aeropuertos, y analizaba las propiedades de las redes para definir cómo han de ser las organizaciones del futuro. No imaginaba que íbamos a vivir un shock que evidenciara tanto estas hipótesis.
Quizá fue ese el motivo de que el 12 de marzo, antes de que se decretara el confinamiento, desde mi equipo del LAAAB (Laboratorio de Aragón Gobierno Abierto) nos anticipáramos un poco a los acontecimientos impulsando Frena la Curva, una plataforma para canalizar la energía ciudadana y la resiliencia cívica frente a la pandemia. No por casualidad quisimos que fuera una experiencia de innovación abierta y cooperación anfibia, en la que todos los actores debían caber aportando lo mejor de cada uno: emprendedores, activistas, makers, organizaciones sociales, instituciones, laboratorios de innovación… colaborando con un objetivo común.
En 24 horas levantamos una web que hoy recoge más de 700 iniciativas perfectamente ordenadas por categorías (Cuidados, educación, teletrabajo…) y se ha convertido en un repositorio abierto de innovaciones ciudadanas contra la crisis que acumula varios cientos de miles de visitas. En cuatro días habíamos pasado a la acción, y no nos conformábamos con visibilizar recursos e iniciativas, sino que las promovíamos nosotros, como la centralita de donaciones de mascarillas maker en Zaragoza, que recogió más de 28.000 unidades tejidas e impresas por voluntarios en sus casas. O los laboratorios ciudadanos distribuidos, una convocatoria urgente de proyectos que sumó trece equipos y más de 200 personas trabajando desde sus casas, conformando equipos interdisciplinares entre gente que no se conocía de nada.
Para entonces, menos de una semana después del arranque, Frena la Curva, hacía días que había pasado de ser un proyecto regional a uno nacional, y casi por inercia, a ser internacional, pues la innovación abierta permite estos crecimientos exponenciales (FLC se ha replicado en once países con más o menos éxito). Al compartir los aprendizajes y los errores públicamente, difundiendo los códigos y los recursos de tu trabajo, facilitas la inteligencia colectiva, la agregación de voluntades y afectos, y la clonación y réplica de las cosas que funcionan, así como el descarte de las que no, ahorrando mucho tiempo, el recurso más valioso en la gestión de crisis.
Incluso ese entrañable ejército de “Pancho Villa” que son los makers, tan brillantes como caóticos, dieron un magnífico ejemplo del potencial del open source -código abierto- cuando, tras un sinfín de prototipos, dieron con el modelo de las pantallas protectoras y pudieron crear un estándar que multiplicó su productividad. El movimiento Covidmaker es el mejor rizoma que jamás pudieron soñar Deleuze y Guattari.
El salto definitivo de Frena la Curva fue proyectar toda esa energía social en la interfaz más intuitiva posible: un mapa. Un mapa que permitiera organizar la solidaridad entre vecinos, pero también entre organizaciones sociales e instituciones, mediante chinchetas de colores. Una herramienta diseñada por Kaleidos.net con soporte de Ushahidi y Open Street Map: software libre y código abierto para llegar y copiar. Hoy cuenta con más de 7.000 chinchetas de oferta y demanda de ayuda, pero sabemos que el impacto social producido puede ser incluso mucho mayor, con más de 230.000 visitas al mapa, creemos que muchas personas vulnerables entran y lo usan sin la necesidad de poner su chincheta, sin pasar por el mal trago de exponer su demanda, pues pueden encontrar fácilmente un vecino que les ayude. Ya hay seis países que están empezando a utilizar esta herramienta de Frena la Curva, de la que están haciendo sus propias versiones, como Colombia, con más experiencia en ayuda humanitaria que nosotros, o Argentina que está integrando el mapa con el feed de Twitter. Innovación abierta e inteligencia colectiva puesta al servicio del interés general, mucho más potente y eficiente que esa competición que algunos están librando por presentar la app más cool, y que recuerda a la carrera por las patentes farmacéuticas, precisamente en un momento donde el conocimiento y los códigos deberían de ser, por decreto, abiertos y compartidos.
Los últimos días de Frena la Curva los estamos dedicando a multiplicar la incidencia de la herramienta mediante acuerdos con grandes colectivos, organizaciones sociales, instituciones y empresas. También estamos diseñando una lanzadera de proyectos de innovación social que conecte esta curva que estamos intentando frenar entre todos con la pendiente tenebrosa que vendrá después, una iniciativa en la que estamos implicados varios laboratorios de innovación pública abierta de toda España.
Quizá el mayor logro de Frena la Curva no venga de su impacto social directo, sino de su capacidad de generar un aprendizaje colectivo, de haber creado un mapa de sentidos comunes que nos recuerde que no estamos solos en esto, que somos más que nunca una comunidad de bienes, cuyo patrimonio colectivo somos nosotros mismos. No en vano, como decía Kant, lo que hace especiales a los humanos es que son un fin en sí mismos.
Vienen tiempos inciertos en los que habrá que defender los flancos del sistema frente a los cantos de sirena populistas y sus franquicias de odio. Algunos querrán alimentar el miedo para imponer agendas de control y menoscabar la libertad, en la vieja y tramposa táctica de confrontarla a la la seguridad. Otros olvidarán rápido lo unidos y hermanados que estuvimos en la pandemia, y mirarán hacia otro lado cuando haya que plantear un reparto justo de los costes sociales para la recuperación. Es ahí donde la democracia deberá mostrarse más fuerte que nunca. Es ahí donde habrá que encauzar toda la energía social acumulada durante esta crisis. A nuestro favor tenemos que muchos conservarán aún fresca en su memoria esa electrizante sensación de sentirse parte de algo grande, la inmensa e insustituible euforia de lo común.